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La “creatividad” jurídica

De los más de 40 países sin acceso a mar en el mundo, Bolivia es lejos el más favorecido debido al Tratado de 1904 con Chile. La demanda que el Presidente Morales presentó en La Haya sostiene ahora que Chile además tiene obligación jurídica de negociar para otorgarle acceso soberano al mar. Y eso es lo que indigna: que porque Chile ha tenido la buena voluntad de buscar arreglos de mutuo beneficio, La Paz exija resultados según sus intereses.

Recordemos: El Tratado de 1904 fijó a perpetuidad los límites fronterizos, y fue excepcional, sin precedentes en el mundo. Normalmente, un país que pierde una guerra es sometido. Chile, en vez de imponer un acuerdo a Bolivia -que podría haberlo hecho-, en aras de una buena vecindad esperó 20 años para firmar un Tratado muy negociado y con enormes compensaciones para Bolivia: amplio libre tránsito para sus exportaciones, sin IVA, y almacenaje gratis por años, todo lo que exportadores chilenos no tienen; recintos especiales para Bolivia en los puertos, construcción y mantención del ferrocarril Arica-La Paz. Chile gasta al menos 100 millones de dólares anuales por esas atenciones.

Es más: para la firma del Tratado, Chile asumió el costo de la línea y del tren Arica-La Paz (más de cuatro millones de libras esterlinas de 1913), y debió construir otra red ferroviaria interna en Bolivia, más pagos a empresas mineras bolivianas, más aportes para la deuda boliviana, más otras compensaciones a La Paz. Fueron 178 mil millones de pesos de hoy (cifra calculada por académicos de la UC), el 5,4% del PIB de Chile de 1905. Muchos beneficios incluso no forman parte del Tratado y favorecen a exportadores bolivianos sobre los chilenos.

Ismael Montes ganó la presidencia de Bolivia en 1904 por el Tratado conseguido por La Paz. Eliodoro Villazón fue elegido en 1909 con el mismo argumento, y Montes reelegido en 1913 luciéndose con el Tratado.

Evo Morales intenta convencer de que Chile le debe, porque gobiernos chilenos, en aras de una mejor relación, han estado dispuestos a conversar opciones. Pero lo que Chile ha hecho concretamente desde 1904 es asegurar las mayores facilidades de acceso al mar a Bolivia, sin ceder soberanía, lo más sagrado para una nación. Los acercamientos han fallado por la inestabilidad política de Bolivia. El propio Evo Morales cambia leyes y Constitución para apernarse en el poder. Chile ha mostrado estos días que se atiene al Derecho, con una limpia alternancia en el poder. La Corte de La Haya no debe premiar la “creatividad” jurídica de Evo Morales, por el bien de las relaciones serias entre Estados.

Lo que le pediría

Al Presidente electo Sebastián Piñera le pediría que rescate y promueva nuestros valores sociales fundacionales. Son esas conductas y apegos tácitos que permitieron que Chile, que nació como una pobre y lejana capitanía general en la Colonia, rodeada por potentes virreinatos, se organizara rápido como república. Nuestro país, mucho antes que otros de la región, valoró el respeto a la ley, se dotó de instituciones y se forjó una posición internacional respetada.

Al Presidente Piñera le pediría que resalte esa riqueza moral latente que nos podría unir. Que convoque los aportes de personas de todos los sectores posibles, meritorias, sin preguntarles su ideología. Durante demasiado tiempo los políticos nos han querido convencer de que tenemos una división ideológica insuperable, que carecemos de valores comunes como el respeto, la compasión, la confianza en el Estado de Derecho. Es cierto que hay muchas fallas y carencias en nuestras instituciones, pero deberíamos mejorarlas entre todos, en vez de pretender reinventarlas con cada nuevo gobierno. La democracia es un asunto dinámico y progresivo, va sumando acuerdos y aportes de gobiernos y generaciones anteriores.

Le pediría al Presidente Piñera que redescubra nuestra narrativa nacional, que restaure el sentido de comunidad, de pertenencia a un pasado y a un futuro común. El gran problema de Chile hoy no es la economía ni son las diferencias políticas; lo que nos está complicando es la falta de confianza, entre nosotros y en nosotros mismos.

Necesitamos recuperar el apego.

Nuestra sociedad se formó sobre la base de un apego fundacional, un fuerte respeto a los padres, a las leyes, a la palabra empeñada, a un conjunto de acuerdos tácitos que llamábamos orgullo nacional y sentido de comunidad. Un estadista está llamado a hacernos sentir parte de algo más grande que nosotros mismos, que es Chile. Una vez recuperado el sentido de pertenencia, podremos tener más éxito en combinar libertad, derechos y deberes.

Le pediría al Presidente que convenza a los grandes empresarios de que la responsabilidad social no es una carga ni una desgracia, sino un camino seguro hacia la paz. Y que oiga a los jóvenes que no están felices con una economía que busca la -muy necesaria- rentabilidad material, pero en la que suele olvidarse que también existe la integradora rentabilidad social.

Si el Presidente Piñera pusiera su mejor esfuerzo en incorporar los anhelos y sentimientos de esa gran mayoría silenciosa de chilenos humildes y trabajadores -no solo de vociferantes dirigentes-, invitándolos y oyéndolos con respeto, creo que podríamos lograr esos acuerdos olvidados, para que cada uno pueda usar dentro del bien común su propia libertad. Pero si no recuperamos el sentido de pertenencia, aunque la economía crezca, no se darán los hábitos virtuosos que hacen posible un progreso real, inclusivo y duradero.

Reflexiones para la segunda vuelta

Chile es un país muy vulnerable, a pesar del progreso que ha logrado en los últimos años. Y no me refiero a la economía, sino a la falta de un consenso social mínimo. No hemos internalizado que una elección no debería significar ganadores absolutos ni derrotados totales, sino una sana alternancia en el poder.

Tampoco parecemos tener claro que en una democracia estable y profunda, la oposición debería tener tanta responsabilidad como el gobierno en la marcha del país; que se puede inferir el grado de cultura cívica de una nación por el equilibrio entre el gobierno de turno y la oposición.

Los chilenos podemos estar orgullosos de que al menos hemos logrado una democracia formal, con sus elecciones periódicas y respetadas, lo que es mucho decir en nuestra región hispanoamericana.

Pero no nos han inculcado desde niños -porque no tenemos una buena educación cívica- que somos una comunidad, no simples habitantes de Chile que suelen votar, sino ciudadanos: con derechos y obligaciones constantes, todos los días, no solo cuando sufragamos.

Deberíamos valorar más la pertenencia a una historia y un futuro común y mejorar la confianza entre nosotros. Se trata de lograr un consenso que incluya conceptos de respeto cívico, de bien común, de sentido de pertenencia.

Me encantaría que durante este período de reflexión, antes de la segunda vuelta electoral, habláramos más de la dignidad y altura que debieran tener los políticos y los altos cargos de la república. Y repetir que los ciudadanos tenemos derechos inalienables, pero también deberes hacia los demás y hacia el país.

Lo más intrínseco de una democracia y del liberalismo político es el concepto de que ningún poder puede considerarse absoluto. Los derechos de las personas no pueden ser desconocidos por una mayoría circunstancial.

Un gobierno democrático, por muchos votos que haya obtenido originalmente, en su ejercicio debe buscar un equilibrio: debe ejercer la autoridad, y al mismo tiempo garantizar las libertades personales. De eso se trata gobernar.

Pensemos más en estos temas. Mientras más sofisticada es una sociedad, más conciencia debería haber acerca de nuestro rol personal en el bien común, en el buen funcionamiento de las instituciones y en el respeto cívico. El objetivo es desarrollar un espíritu democrático, una actitud que no dependa del resultado de una elección, sino que esté presente siempre en el ánimo ciudadano. Intentemos lograr un sustrato psicológico que funde una sociedad con más paz y más confianza.

En el período de reflexión que hoy comienza, además de pensar en cómo votaremos, analicemos el sentido de un verdadero régimen democrático.

Los chilenos, víctimas

Hace más de 40 años que los chilenos no nos perdonamos. Seguimos acusándonos por la llegada del marxismo al poder en 1970, dicen unos, o por el golpe militar del 73, dicen otros. Pero los chilenos, más que culpables, fuimos víctimas.

Víctimas de un mundo que estaba desquiciado por la Guerra Fría, en la que EE.UU. y la URSS se enfrentaban en una lucha ideológica y potencialmente nuclear. Las diferencias que los chilenos teníamos no habrían llegado al extremo de una cuasi guerra civil y posterior golpe militar de no haber sido arrastrados a la lógica de la Guerra Fría por las grandes potencias.

Por eso, deberíamos perdonarnos. Fuimos protagonistas involuntarios de una época en la que la Tercera Guerra Mundial, que no podía disputarse entre Moscú y Washington por el peligro nuclear, se libró a través de terceros países: recordemos la invasión soviética de Europa Oriental, la imposición del Muro de Berlín; la ocupación de Checoslovaquia en 1968, a solo dos años de la llegada de Salvador Allende al poder. La Guerra de Vietnam y la obsesión de Washington con el avance del marxismo. Era la división del mundo en áreas de influencia.

Chile estaba en la zona “norteamericana”, pero llegaba un gobierno marxista. El país aportaba el control del paso bioceánico austral, una larga costa en el Pacífico, y posiciones insulares y antárticas de indudable valor estratégico. Por eso, la instalación de la Unidad Popular tenía enormes repercusiones.

En esas circunstancias extremas asumió Salvador Allende, con 36,63% de los votos. Como era la primera vez que el marxismo llegaba al poder en una elección, Moscú convirtió a Allende en un símbolo: no importaban los chilenos, había que demostrar que la dictadura del proletariado era irreversible. La “Doctrina Brezhnev” decía que un país que entraba en la órbita soviética no saldría jamás. Allende hizo explícita esa dependencia al denominar a la URSS “nuestra hermana mayor”. Y Carlos Altamirano decía que “el poder jamás se resolverá en el Parlamento, siempre será fruto de la lucha insurreccional”.

EE.UU. también tuvo responsabilidad en la extrema tensión que vivió Chile en los 70. Su táctica era instalar regímenes antimarxistas que obedecieran sus intereses. La gran frustración de EE.UU. fue no poder manipular a las FF.AA. chilenas, pues tenían larga tradición de mando a la que respondían.

Y así, tal como Allende -que probablemente creía en el socialismo democrático- fue víctima de las expectativas soviéticas en la región, también la dictadura militar chilena fue víctima del enojo de Washington. Los soviéticos desvirtuaron a Allende al utilizarlo para sus fines. Y EE.UU. castigó la independencia de la Junta chilena con sanciones económicas y militares. La violación de derechos humanos fue un grave factor que Washington consideró además -pero solo además-, pues solía entenderse perfectamente con dictaduras sumisas a EE.UU.

Que Chile fuera el único país que lograba liberarse de la influencia soviética fue un golpe insoportable para la estrategia marxista, que no se perdona hasta hoy.

Así, Chile vivió la triste experiencia -y pagó las consecuencias- de no poder escapar a la locura de la lucha ideológica extrema de la Guerra Fría impuesta por intereses foráneos.

Al margen de nuestras propias divisiones y disputas internas, Chile y los chilenos fuimos víctimas. Por eso, miremos el futuro respetándonos más en nuestras legítimas diferencias, y conversemos con gentileza sobre cómo construir confianzas.

Discutible clase dirigente

Ha surgido una élite en Chile que -en su gran mayoría- está muy alejada del país real.

La integran, entre otros, políticos, algunos actuales y ex líderes estudiantiles y gremiales, numerosos funcionarios estatales y de gobierno (no es lo mismo), ciertos empresarios, académicos, opinólogos… toda una casta ávida, ansiosa. Este verdadero club tiene integrantes de izquierda y de derecha, pero con una característica común hoy en Chile: su discutible comprensión de lo que es la democracia. Para esta nueva “élite”, la idea democrática se reduce a garantizar derechos, según algunos, o a activar la economía, según otros -ambos objetivos legítimos-, pero en total ausencia de un profundo debate de ideas. Esta casta variopinta no suele analizar que la democracia es un medio al servicio de un objetivo superior: el bien común.

La gente -como se dice hoy- o el pueblo -como se lo llamaba antes- sin embargo tiene una sensatez innata. El chileno en general es razonable, modesto, y por eso se puede ser optimista acerca del futuro. Pero cierta élite influyente vive en otro mundo, se habla a sí misma, se oye a sí misma, se aísla en sus redes de contactos, divide al país, y definitivamente no contribuye a formar una democracia acogedora y eficaz que beneficie a la mayoría.

En todas las épocas y en todos los pueblos a través de la historia han existido las élites, y su valor consiste en ser líderes culturales, ejemplo de respeto al espíritu de las normas sin las cuales una sociedad no puede prevalecer.

Para ser respetables como guías, estos grupos deberían estar al servicio de principios exigentes. En Chile hoy, uno de los términos más repetidos por esta minoría dirigente es tolerancia, que en sí es un gran valor. Pero se suele confundir con una actitud autoritaria, casi jacobina, que esconde la misma intransigencia que critica. Parece muy razonable cuando se expresa: igualdad, respeto por las diferencias, derechos de todo tipo, amplias libertades; son objetivos necesarios y loables. Pero en la práctica, a cargo de este actual grupo rector influyente, se termina desvalorando la responsabilidad, el cumplimiento de deberes, el respeto. Muchas veces además se confunde tolerancia con indiferencia: todo vale, y así abundan la desvergüenza, el nepotismo, el populismo y el abuso de poder.

Incluso el lenguaje, entre los políticos y en los debates en los medios, suele ser decadente y agresivo. El grupo dominante actual es, en gran parte, responsable de la degradación de la vida pública y de la falta de virtudes cívicas. Que otros países de la región estén peor no es consuelo. Recuperar las confianzas en las distintas áreas de la vida cívica es uno de los grandes desafíos del próximo gobierno. Pero también es responsabilidad de la sociedad civil acudir a votar, y luego exigir a sus autoridades que honren sus cargos.

La desidia, nuestro principal enemigo

Los chilenos tenemos características buenas y malas, como todos los pueblos. Entre las positivas está el que aún no hemos perdido la capacidad de asombro frente a los casos de corrupción y de falencias gravísimas, como el maltrato de niños en el Sename. Pero es muy negativo que los chilenos nos demoremos tanto en reparar los errores. Nos enredamos para aplicar soluciones efectivas y, a menudo, en vez de cambiar de actitud, creamos nuevas y engorrosas leyes.

Hace unos años, la Universidad de Stanford hizo un estudio de psicología social que consistió en abandonar un auto en un barrio residencial seguro. Durante días permaneció intacto. Luego los especialistas en comportamiento humano decidieron romperle un vidrio. Al poco tiempo, ese mismo auto que nadie había tocado fue desvalijado. El vidrio roto en un vecindario supuestamente tranquilo desencadenó todo un proceso delictivo. Tras nuevos estudios, James Q. Wilson y George Kelling llegaron a la conclusión de que el delito y las malas prácticas se desatan cuando abunda el descuido, la suciedad, el desorden, el desdén.

El vidrio roto transmitió una idea de deterioro que fue rompiendo códigos de convivencia y respeto a las normas. Lo mismo sucede si las plazas y otros espacios públicos no están cuidados: las familias dejan de ir y las pandillas y delincuentes las van ocupando. Según diversos estudios de comportamiento en sociedad, no es la pobreza la fuente del delito -como algunos sostienen-, sino la desidia, la negligencia, la falta de respeto y apego a valores sociales.

A mi querido padre le oí decir que uno debe actuar “por la cosa misma”, no por la retribución. De niña, en el campo de mis abuelos, un día aparecí despeinada y desgreñada. Cuando expliqué que no vendrían invitados y que nadie me juzgaría, mi padre me aclaró: si uno se relaja en las formas, a la larga lo hará en el fondo. Fue una lección de vida.

En todo orden de cosas pasa lo mismo. Si una comunidad exhibe signos de deterioro, y a nadie parece importarle, poco a poco aparecerá el irrespeto y luego el delito. Si los propios padres fallan en educar con cariño, y si los cuidadores del Sename no tienen vocación para acoger a los más vulnerables de nuestra sociedad, no nos extrañemos que después prolifere la delincuencia. Los niños son el tesoro de una nación. Los códigos de convivencia y de respeto en que se formen determinarán profundamente nuestra vida en sociedad.

Nuestro refugio en el caos

Una inseguridad existencial recorre el mundo occidental y explica las protestas masivas en diversos países.

La economía globalizada estuvo al principio -mal- dominada por el mundo financiero-especulativo, pero hoy es además sacudida por una creciente, precaria e indignada clase media.

Factores como la influencia de China con su capacidad de producir masivamente pagando salarios mínimos; la revolución tecnológica que ha sustituido empleos; la pérdida de redes de apoyo tradicionales de quienes se instalan en grandes ciudades, y las migraciones de tantos escapando de conflictos o buscando mejores posibilidades en países que funcionaban bien en Europa: la suma de muchos factores ha llevado a millones de seres humanos a sentirse angustiados, inseguros, viviendo existencias inestables y frágiles.

En Francia, los principales candidatos a la Presidencia dijeron estar “contra el sistema”. De derecha o de izquierda, todos argumentaron estar con el pueblo y contra las élites para ganar adeptos. Así también se expresaba Donald Trump en su campaña, y el mismo concepto lo repiten variados políticos en Chile.

Claramente vivimos una transformación global y un futuro incierto, porque parece haber surgido una nueva racionalidad política que cuestiona todo lo establecido. La crisis subprime del 2008 en EE.UU., netamente especulativa, contribuyó a exacerbar un sentimiento de molestia del norteamericano modesto que antes admiraba el éxito económico bien ganado, pero que hoy sospecha del abuso y la trampa.

En medio de esta incertidumbre global, vuelvo con un argumento que he venido expresando en estas columnas: Un país vulnerable como Chile, que además está pasando por un estancamiento económico, debe preocuparse especialmente de crear conciencia de que tenemos una identidad y una pertenencia a una historia y un futuro común. Que debemos mejorar la confianza entre nosotros -Chile sale mal parado cuando se mide el grado de confianza en el prójimo- y además educar en el sentido de que de nosotros mismos depende nuestro destino.

Se trata de lograr un consenso social mínimo, de inculcar conceptos de respeto cívico, de bien común, de sentido de pertenencia, de valores asociados a la dignidad y altura que debieran tener la política y los altos cargos de la República. Y repetir que los ciudadanos tenemos derechos inalienables, pero también deberes hacia los demás y hacia el país.

Hablemos más de estos temas para ir creando un clima de respeto y gentileza en Chile, nuestro pequeño refugio en medio de un mundo crecientemente incierto.

La llama que nos divide

La peor ola de incendios que ha vivido Chile, y el actuar de autoridades y vecinos, nos mueve a reflexionar sobre qué significa ser un buen ciudadano en el siglo 21. Con las diferencias legítimas que podamos tener en todo orden de cosas, lo que debiera unirnos es la conciencia de que somos parte de un cuerpo social, de una común ciudadanía chilena, y que solo de nosotros mismos depende nuestro destino.

Lo que les pasa a algunos nos suele repercutir a todos. Esto lo expresó muy bien John Kennedy cuando dijo “Ich bin ein Berliner”, refiriéndose a que hacía propio el sufrimiento de los habitantes de Berlín, rodeados por tanques soviéticos, y la necesidad de socorrerlos.

En nuestro Chile, tan azotado por la naturaleza, no podemos seguir con este ambiente de desconfianza. Urge un consenso social básico. El alineamiento espontáneo que debiera existir entre el Gobierno y la ciudadanía en casos de catástrofe no se nos da fácil. Se sospecha del Gobierno porque no reacciona rápido y con eficiencia, se sospecha de las causas de los incendios porque falta información veraz y creíble de parte de las autoridades, y todos aún pensamos en forma demasiado ideológica: que si se recurre a las FF.AA. se interpretará así, que si se nombra la palabra terrorismo se verá con intencionalidad política… en fin; los chilenos no nos damos tregua ni en medio de las catástrofes. Sentirnos todos parte del sufrimiento y de la solución nos aportaría un sentimiento de decencia, de pertenencia y de dignidad.

Pero no nos han inculcado desde niños -porque no tenemos una buena educación cívica- que somos una comunidad, que no somos solo habitantes de Chile sino ciudadanos que tenemos derechos y obligaciones hacia los demás. Bomberos y carabineros nos dan un buen ejemplo, pero en general somos un país bastante inculto en materia cívica. Recordemos que todas las religiones, filosofías y culturas incorporan la idea de la regla de oro, según la cual no debemos hacer a los demás lo que no querríamos que nos hagan a nosotros. Eso, aplicado a la política en los estados modernos, es educación cívica.

Si en las familias y en los colegios nos hablaran más de nuestro rol personal en el bien común, en el buen funcionamiento de las instituciones y en el respeto cívico, tendríamos una sociedad con más paz y confianza. Una educación cívica integral, que forme en el respeto, nos permitiría entender que ni las amenazas externas ni las inclemencias de la naturaleza nos pueden derribar, porque tendríamos arraigado un sentido de pertenencia, en vez de un sentido de sospecha hacia el prójimo.

Chile necesita urgente un programa integral de educación cívica, porque los valores imperantes en una sociedad se van forjando desde niños. De esos valores depende la estabilidad política y la dignidad de la vida en sociedad.

Posverdad, la palabra del año

El diccionario Oxford destacó la palabra posverdad como la más influyente del 2016.

Posverdad no significa exactamente engaño, fraude, mentira… y, sin embargo, le quita al término “verdad” su real valor. Implica entregar una información en que no importa el dato concreto, la seriedad, el análisis para tratar de llegar a cierta certeza demostrable; no: la era de la posverdad apunta a generar una reacción emocional y fácil de viralizar que conduce al populismo.

El engaño siempre ha existido; pero las actuales tecnologías permiten que una posverdad se difunda tan masivamente, que se confunde con la verdad, y se va creando así una falsa percepción.

No es extraño entonces que la desconfianza sea el símbolo de los tiempos actuales. Cuesta mucho separar la verdad de la posverdad.

Estoy convencida de que el antídoto frente a tanta incertidumbre es la educación cívica, ciudadana, ética y filosófica que conduce al respeto, a entender la dignidad propia y ajena, y en definitiva a la paz social. Esta última implica conocer los límites de la libertad en pro del bien común, el cual no cambia todos los días como las posverdades de cada grupo de influencia.

Vuelvo a citar en estas columnas a un referente en educación de calidad, Wilhelm von Humboldt, quien insistía en que en la escuela primaria se construye la base de toda la enseñanza. Proponía una formación tan sólida en valores como la honestidad y el respeto, que esa base “nadie la pudiera desdeñar sin despreciarse a sí mismo”.

En un mundo incierto, en el cual la posverdad nos remueve todos los referentes; en que la globalización -que implica conexión- a veces se confunde con eliminar toda tradición y sentido de pertenencia, lo que nos puede ayudar a recuperar un mundo más amable y gentil es una educación que forme en el respeto, que no solo instruya materias. He insistido en este espacio en que la paz social se forja en las mentes de personas que conocen conceptos de bien común, estado de derecho y respeto ciudadano. Pienso que filosofía y educación cívica debieran ser los ramos principales, enseñados con cariño y ejemplos concretos en la relación alumno-profesor. Esos conceptos, bien impartidos, dejan una huella indeleble en la posterior interacción entre los ciudadanos -que comprenderán sus deberes y derechos- y en los futuros gobernantes y parlamentarios, evitando el populismo de las posverdades para servir con esmero, eficiencia, lucidez y decencia.

Las personas sólidas en su formación, como las sociedades cohesionadas por el sentido de pertenencia, están mucho más protegidas de experimentos sociales utópicos basados en veleidosas posverdades.

Lenguaje y respeto

La historia de Occidente es la de un lento avance hacia una civilización que valora el respeto del ser humano en su esencia. Grecia, al separar el mito del logos, nos legó la filosofía o el amor a la sabiduría: el valor de usar nuestra razón, en vez de someternos a teocracias inhibidoras. Roma nos aportó el concepto del derecho, para impedir la discrecionalidad en el uso de las leyes; y los pueblos germánicos nos legaron la idea del consentimiento de los gobernados, que se resume en la Carta Magna de 1215: nadie, ni siquiera el rey, está por sobre la ley.

El grado de libertad que se ha ido consiguiendo en Occidente no se da en otras culturas. El reconocimiento de ciertos derechos individuales inalienables, anteriores al Estado, es fruto de milenios de desarrollo cultural con muchos retrocesos y horrores de por medio… pero que lograron llegar a la democracia y al Estado de Derecho, que muchos toman como obvios; se suele olvidar que desde hace menos de un siglo, y solo en los países occidentales, esto ha sido posible.

Y entonces, ¿por qué tanto descontento en Europa, en EE.UU… en Chile?

Hay muchas respuestas y expectativas insatisfechas, pero no se puede dejar de observar que se ha ido perdiendo la idea de cultura, esa forma de transmitir y encauzar valores, como el respeto y el apego a un destino común en una sociedad, que cimentan la confianza y el sentido de pertenencia; que valoraba la seriedad, la palabra empeñada, y en economía, la relación entre esfuerzo y recompensa. La clase media norteamericana -que admira a emprendedores como Steve Jobs y aplaude sus éxitos y ganancias legítimas- no puede creer que unos especuladores en Wall Street puedan obtener cifras astronómicas en una “pasada”, haciendo trampas y maquillando cifras, como el banco Goldman Sachs (multado por tramposo, pero too big to fail …).

En Chile, los pensionados y los niños del Sename son afectados en su dignidad cuando todo se reduce a cifras y se pierde de vista el valor social de las políticas y del lenguaje. Así se va dejando atrás el apego y el respeto por la cultura común. La ineptitud supina del Gobierno para resolver problemas complejos plantea un escenario muy complicado para la cohesión social. Para recuperar la armonía en una sociedad se requieren líderes con empatía, pero combinada con capacidad resolutiva. De lo contrario, la frustración lleva a crecientes protestas, como estamos observando acá y en diversos escenarios del mundo occidental, y al peligro de soluciones improvisadas y populistas.